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Quaderns de filosofia. NUM. 7/8. 1984
Después del importante desarrollo que la filosofía
del lenguaje y la semántica han tenido en nuestro siglo, hemos empezado
felizmente a erder el respeto a ios conceptos y a preocuparnos, más
bien, por las condiciones de posibilidad en que tales conceptos emergen.
Pero sobre todo comenzamos a dudar de su eficacia, si muchos de ellos,
surgidos de un fecundo enfrentamiento entre mente y mundo, entre
subjetividad y objetividad, acaban redondeando sus perfiles y
adquiriendo un rostro distante y solemne. Algo de esto podría pasarle al
concepto de razón, de razón vital.
Ortega hizo surgir este concepto, y la intuición
que en él se encierra, de una confrontación con la historia más reciente
y, por supuesto, con la tradición filosófica occidental. En esta
tradición se expresan dos concepciones epistemológicas diferentes: el
racionalismo y el relativismo. Ambas, según Ortega, manifiestan dos
posturas antagónicas. El racionalismo parece que tiene que ver con la
verdad, el relativismo con la vida.
Efectivamente, el concepto de razón, de dilatada
historia, necesita como contraste un concepto paralelo: la verdad. Tal
vez, desde Platón, la verdad supone una cierta inmutabilidad, un
carácter ideal desligado de las mutaciones y variabilidades del mundo.
Es cierto que el concepto griego de verdad, frente a la verdad como
confianza de la tradición hebrea, aunque ha sido entendido como «aquello
que es antes de haber sido», va indisolublemente unido al Logos. Por
ello, en Aristóteles la verdad llegará a ser una propiedad de ciertos
enunciados y no necesariamente de aquellos que tienen significación
(Aristóteles, De Interpretatione 17 a 1). Esta variante ofrece a
la verdad un engarce riguroso, y una clave importante a toda
proposición expresada: la posibilidad de verificarse. A pesar de las
diversas interpretaciones de razón, esta simple función del lenguaje
humano, que se articula en proposiciones verdaderas o falsas, ofrece al
concepto de verdad un claro sustento. Verdad es lo que se dice; pero no
todo lo que se dice es verdadero. El Logos es pues una posibilidad. Una
posibilidad que sólo se realiza, como verdadera, cuando es verificable.
Esta ambigua constitución del Logos lo sitúa en un dominio histórico, en
una inevitable atadura a aquel que habla y por el que el Logos tiene
sentido y consistencia. Todo enunciado está por consiguiente supeditado a
un segundo momento que permite determinarlo como verdadero o falso.
Sin embargo la verdad o la falsedad puede diluirse
en una perspectiva absoluta, por aquellos imperativos de consistencia
que obligan. Para adquirir categoría de ciencia, a convertir sus
afirmaciones en necesarias y universales. Pero, al parecer, esta
pretensión tiene en el fondo un marcado tinte platónico. al desplazar el
problema de la verdad hacia un territorio eidético en el que las
afirmaciones posean el contraste supremo e inmutable. La verdad parece
entonces convertirse en «emunah», en confianza, y a través de ésta, en
plenitud. La razón goza aquí de una suprema característica. Se inserta
en un universo en el que reina la idea clara y distinta, el ordo geometricus o la reine Vernunft.
La búsqueda de esta inmutabilidad y seguridad en el
Logos del hombre no deja, sin embargo, de convertirse en una utopía, en
un lugar sin lugar, o sea en un lugar sin tiempo y sin historia. El
relativismo irrumpe, pues, por este resquicio utópico, por esta
dificultad que brota más bien de la realidad que del deseo. Porque
podemos soñar Verdades inmutables; perfectos sistemas de contrastes para
nuestras afirmaciones; pero la realidad es histórica. Evidentemente
todo Logos es semántico, significativo; pero 110 todo Logos es apofántíco, no
todo Logos puede reducirse a un juicio en el que sea posible determinar
su verdad o su falsedad. «Una súplica es un Logos; pero no es ni
verdadera ni falsa.. . su examen es más propio de la retórica o de la
poética» (Aristóteles, De Interpretatzone, 17 a 4-6).
No sólo en el hombre que usa el Logos ceñido a una
circunstancia concreta, instado por el sistema de referencias sociales,
sino que ya en la misma estructura del Logos se escapa una buena parte
de El a la rigurosa presión apofántica. Por consiguiente el
relativismo no viene al Logos. A la supuesta razón como una alternativa a
la coherencia de lo inmutable, de lo siempre así. Sino que todo Logos,
toda razón, es en su misma raíz relativa, o sea incontrastable para la
segura férula de la verdad o falsedad. El racionalismo o el relativismo
no dejan, pues, de convertírsenos en dos famosas ingenuidades
terminológicas. Según el conocido texto de Aristóteles el hombre lo es
por tener Logos (Política, 1, 2, 1253 a lo), por tener
lenguaje, o como una inexacta traducción ha patentado, por ser
racional. No sería una hipótesis demasiado atrevida la que nos llevase a
afirmar que una parte de esa ingenuidad terminológica proviene de esa
parcial interpretación. El hombre es un animal que tiene Logos, pero no
tiene Razón. La Razón es una forma subsidiaria parcial del Logos, como
el juicio es una forma parcial (apofántica) de la plenitud semántica del
Logos (Aristóteles, De Inteqretatione, 16 b 26 SS). «Ni el
absolutismo racionalista -que salva la razón y nulifica la vida-, ni el
relativismo que salva la vida evaporando la razón. La sensibilidad de la
época que ahora comienza se caracteriza por su insumisión a este
dilema. No podemos satisfactoriamente instalarnos en ninguno de sus
términos ». (Ortega, El tema de nuestro tiempo, en Obras, Madrid-Barcelona,
Espasa Calpe 1932, p. 754). Efectivamente Ortega ve, en la época en que
escribe estas palabras, la dificultad de aceptar esa polarización entre
esos extremos, sancionados por una tradición que los ha manejado y
utilizado.
Pero el dilema que conforma esta dificultad es un
dilema inconsistente. Para que esta tajante alternativa pudiera tener el
carácter de un problema filosófico, tendría efectivamente que serlo.
De la misma manera que no hay una razón pura, no
hay tampoco un relativismo puro. Toda razón es impura, todo relativismo
está incrustado en una forma de razón y en la plenitud del Logos. La
instalación en uno de estos extremos, además de un ejercicio
metalingüístico, de un absoluto juego teórico, es una exageración.
Establecida en la frontera de un deseo, el sueño de la pura razón, de la
inasible fluencia, queda relegado al espacio contemplativo construido
desde una teoría, desde una mirada insuficiente. Porque en la misma página en la que Aristóteles nos dice, en la Política, que el hombre es un animal que tiene Logos, nos dice también que es un animal político, o
sea un animal que vive en comunidad, que siente su individualidad como
solidaridad y que esta retícula social se tiende principalmente porque
el hombre habla y en esta comunicación que el lenguaje permite radica su
carácter político.
En este momento el Logos adquiere un sentido
instrumental. La moderna razón instrumental que busca, en el diálogo y
en la racionalización de los medios, una nueva y moderna forma de
interacción, encuentra el eslabón perdido en el texto aristotélico.
«Cuando utilizamos la expresión racional, establecemos una estrecha
relación entre racionalidad y saber. Nuestro saber tiene una estructura
proposicional: las opiniones se explicitan bajo la forma de
proposiciones. Este concepto de saber es al que hay que presuponer sin
más explicaciones, y tiene menos que ver con conocimientos y con la
obtención de saber que con el modo como sujetos capaces de hablar y de
obrar utilizan ese saber. (J. Habermas, Theoria des Rommzlnkative Handels, 1, Frankfurt, Suhrkamp 1981, p. 25.) Por consiguiente, «la racionalidad... no es una facultad sino un método». U. Mosterín, Racionalidad y acción humana, Madrid,
Alianza Editorial, 1978, p. 17.) Precisamente ese abreviado concepto de
razón con que se ha esclerotizado el Logos griego, nos enseña sólo un
aspecto de esta doble ciudadanía que caracteriza al hombre, y en la que
cabe un Logos que abarca tanto el juicio que se reclina en la verdad que
lo contrasta, como toda una serie de proposiciones que sólo encontraría
cobijo en la Retórica o en la Poética. «El racionalismo es un
gigantesco ensayo de ironizar la vida espontánea mirándola desde el
punto de vista de la razón pura.» (Ortega, ob. cit. p. 766.)
Pero la razón pura no existe. Forma parte de una de esas ingenuidades
que, desde siglos, han acompañado a la larga marcha de la filosofía.
(Hans G. Gadamer, Die philosophzichen Grzrndlagen des zwanzigsten Jabrbunderts, en Kleine Schnften I, Phtiósopbie, Hermeneutjk. Tübingen,
Mohr, 1967, p. 140 SS.) Existe, sobre todo, un Logos, un lenguaje
proferido, utilizado, recreado por hombres. La Polis convierte en método
este Lagos, o sea en forma determinada de alcanzar una comunicación y,
con ella, de establecer los vínculos ideales para que la retícula social
se configure.
«El tema de nuestro tiempo consiste en someter la
razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a
lo espontáneo.. . La misión del tiempo nuevo es precisamente convertir
la relación y mostrar que es la cultura, la razón? el arte, la ética
quienes han de servir a la vida.» (Ortega, ob. cit. p.
767.) Ortega descubre aquí una importante perspectiva. La localización
de la razón en la vida es, a mi juicio, una forma anticipada de
simbolizar ese amplio espacio de la razón como Logos, como lenguaje que,
al estar necesariamente instalado en la Polis, tiene que ser, al mismo
tiempo, un método para constituirla.
La moderna sociología sigue luchando con este
concepto de razón, que hay que descubrir, según Ortega, en un horizonte
más amplio que aquelque cubre la ingenuidad terminológica de la
racionalidad, y que se enfrenta a un relativismo que ofrece, como
alternativa, la espontaneidad de la vida. En el panorama contemporáneo,
la reflexión de Ortega se recoge en otro espejo. No en la razón vital,
sino en una razón social, en una razón colectiva que tensa su entramado
en una suma de informaciones y niveles que articula el lenguaje y que
distribuye y agrupa el poder.
Sin embargo el nuevo concepto de razón, o la
reflexión sobre ese método para entender el mundo, asimilarlo y
comunicarlo, no nos lleva tanto a establecer otra terminología cuanto a
analizar, en medio de circunstancias muy concretas, sus condiciones de posibilidad. Indudablemente
una parte fundamental del pensamiento de Ortega, su riqueza de temas,
algunas de sus perspectivas son esfuerzos ejemplares por llegar a esas
condiciones. Los nervios que conmueven el organismo de su obra están
construidos sobre elementos dispares, sobre intuiciones de distintas
trasparencias. Todo ello busca, sin embargo, dejarse llevar por la
«fluencia vital» y alcanzar, así, un mundo teórico que, al tiempo de ser
imagen de lo real, sea también instrumento de modificación y de
organización.
El planteamiento que hoy Ortega habría desplegado
no es, con todo, aquel que se construye con una serie de fórmulas
estereotipadas, aunque emblematicen algunas de sus más potentes
intuiciones: la relación de un Yo que recoge en su mismidad la
circunstancia, en lo inmanente de la conciencia lo trascendente de la
realidad cosificada, de la alteridad. Uno de los temas importantes de la
razón vital, lo constituye según se ha escrito, la fórmula de no saber a qué atenerse, analizada por Marías (Introducción a la Filosofa en Obras 11, Madrid,
Revista de Occidente 1958, p. 79 SS). En ella se encierra un proyecto
de conocimiento, ante la incertidumbre que teje tantas veces la trama de
la vida humana. Pero el problema que hoy se debate y que el Ortega de
nuestro tiempo no podría soslayar son más bien los ingredientes que,
constituyendo ese saber, hacen rellenar las fisuras con que la
realidad se nos presenta. Las preguntas que surgen ante ese habitual
paisaje terminológico son el mejor estímulo para seguir convirtiendo las
terminologías en palabras. En definitiva, para pensar. Cómo podemos
saber? ¿Está el hombre educado para saber? ¿Quién es el que puede saber?
¿Para qué saber? ¿De qué se hace el saber? En un mundo como el nuestro
en el que la información y los mensajes se administran, controlan e
ideologizan, jtiene sentido el planteamiento de un concepto como el de saber sin,
al mismo tiempo, convertir una posible razón vital en un instrumento
que arranque, del conglomerado de ofuscaciones, la patencia de una
teoría y la eficacia de unos instrumentos mentales que la hagan incidir
en las cosas?
En una palabra, y aún a riesgo de establecer una
hipótesis inviable, el tema de nuestro tiempo nos lleva hoy a
preguntarnos por la constitución de la racionalidad. Razón no es un
concepto hierático. No es un término. En el momento que articulamos este
término en contextos descubrimos los elementos de la realidad y de la
historia que contribuyen a su formación. La razón, precisamente porque
es histórica, porque está siempre supeditada a un individuo que la
articula y la hace palabra, es, en cierto sentido, producto de una
ambigüedad. De esa ambigüedad que permite que el viejo y sonoro término
descubra la debilidad de estar hoy, más que nunca, sometido a quien
puede manipularlo.
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